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COSTALERAS DEL AMOR

Este proyecto nació de la intención de fotografiar los iconos más representativos de mi ciudad, Lisboa, con una cámara antigua

COSTALERAS DEL AMOR

En una calurosa tarde de sábado, en marzo, una insólita reunión rompe la calma de la siesta. Más de 40 mujeres se congregan en la iglesia de El Cerro, en Córdoba, alrededor de un hombre corpulento que, cuaderno en mano, apunta sus nombres.

Costaleras del Amor

(texto publicado en Yodona en abril 2007)

En una calurosa tarde de sábado, en marzo, una insólita reunión rompe la calma de la siesta. Más de 40 mujeres se congregan en la iglesia de El Cerro, en Córdoba, alrededor de un hombre corpulento que, cuaderno en mano, apunta sus nombres. «¡Bueno, darse prisa!», exclama él en tono amistoso. El ritual se repite año tras año: durante los tres meses previos a Semana Santa, las costaleras se citan frente a la hermandad del Cristo del Amor, que tiene a su cargo tres pasos, el del Cristo que le da nombre, el del Silencio y el de la Virgen de la Encarnación, el primero llevado por féminas en España. Allí ensayan para que todo marche bien en la procesión del Domingo de Ramos. 

Las costaleras entran por un lateral de la parroquia. Salen a los pocos minutos, con ropa de deporte y, en la cabeza, una capucha de tela gruesa doblada que les cae sobre los hombros: el costal. En el lado opuesto de la iglesia, el hombre del cuaderno, Javier Pérez (37 años), jefe de los capataces, abre la puerta de una pequeña cochera donde descansa el paso, una estructura rectangular de diez metros cuadrados que ocupa por completo la estancia. Es el trono de la Virgen de la Encarnación, que, con la imagen y los adornos (flores, candeleros, velas), pesa más de una tonelada. 

Enfrente, en la calle, las mujeres charlan animadamente. Aunque algunas sobrepasan los 40 años, la mayoría andan por los 20 y usan piercings en el labio o en la nariz y camisetas ajustadas. A la orden de Javier, se acercan: «¡Vamos!», dice el capataz, «para dentro, ¡y a rezar!». Bajo la estructura, distribuidas en grupos de cinco por seis palos —las trabajaderas— se colocan 30 costaleras. A cada una le corresponden más de 30 kilos, que reposan sobre su espina dorsal, a la altura del cuello. Por eso, las que se quedan fuera las irán sustituyendo a lo largo del trayecto.

Llevan practicando desde enero, después del día de Reyes, para que sus cuerpos se acostumbren gradualmente al peso, a levantar y bajar con suavidad la imagen, y a caminar con ella al ritmo de la banda de música. A menudo ensayan a media tarde, otras veces por la noche, con una luz giratoria que indica que el paso es una carga pesada. Y lo es, aunque a ellas no se lo parece: todas pagan una cuota anual de 12 euros por llevarlo sobre sus hombros, y aunque las más jóvenes se estrenan este año, la mayor parte carga con la Virgen desde hace más de tres. Son las herederas de una costumbre que se remonta dos décadas atrás, cuando las primeras costaleras pisaron las calles de Córdoba… 

Hasta los ochenta, la tradición de los costaleros, que se inició en el XIX, estaba reservada a los hombres. La imagen de la Encarnación llegó a El Cerro, un barrio de trabajadores de clase obrera, en 1981, y empezó a salir en procesión con el Cristo del Amor. Entre los nazarenos que la seguían, había un grupo de mujeres, incluida Rafaela Vázquez, hija del Hermano Mayor de la cofradía, que le pidió a su padre permiso para constituir un grupo de costaleras, pionero en España. Los ensayos comenzaron en 1983, y dos años después hicieron la primera chicotá —un pequeño trayecto con el paso— en pleno Domingo de Ramos. Desde 1986, ningún hombre ha levantado el paso de la Virgen de la Encarnación. 

Rafaela tenía por aquel entonces 21 años, y hoy, a los 49, esta ex empresaria aún no ha olvidado los aplausos que les dedicaron entonces en la plaza de las Tendillas, en el centro de la ciudad. «Fuimos primera página de algún periódico y abrimos el telediario», añade con emoción, aunque sin olvidar que el reconocimiento nunca ha sido unánime. Algunos cofrades abandonaron en aquellos años la hermandad, y las vecinas del barrio no escatimaban críticas: «¡Vete a tu casa a fregar los platos!», les gritaban. Cosas parecidas han tenido que escuchar otras muchas mujeres que, siguiendo su ejemplo, han reclamado su derecho a ser costaleras en otras regiones españolas. «El mundo cofrade es muy machista», afirma José Delgado, técnico de aire acondicionado de 34 años y segundo capataz de las cordobesas, «pero ellas supieron crear un estilo único y consiguieron ser respetadas».

Tanto, que han atraído a la hermandad a mujeres de otras regiones. Aída Heredia, de 21 años, empezó a levantar pasos en equipos mixtos a los 15, en su tierra natal, Ciudad Real. «Quería saber lo que se sentía en penitencia bajo una imagen», cuenta esta militar, que en 2006 pidió en el ejército su traslado a Córdoba, «por cambiar de aires y para estar más cerca de esto. Aquí hay más fervor», argumenta. Para ella, pertenecer a la hermandad es un medio de expresar su devoción: «Es la manera de llevar mi cruz.» 

El siguiente viernes de marzo, Aída y sus compañeras vuelven a darse cita en la iglesia para un ensayo nocturno, a las nueve de la noche. Poco después, una nube de humo de cigarrillos invade la sala de reuniones de la hermandad, que sirve al mismo tiempo de vestidor. Se respira camaradería. Se cuentan bromas, enrollan el costal en el suelo, improvisan cintas lumbares con largas telas de paño y comentan lo que ocurrirá el Domingo de Ramos. «Esperemos que no llueva», suspiran. Una vez preparadas, retiran la base del paso de la cochera y esparcen sobre ella ladrillos para simular el peso de la imagen. Javier, Ángel y José, los capataces, se turnan en las órdenes. Tres golpes en la superficie del paso y la costaleras se disponen a erguirlo. «Todas por igual», grita uno de los hombres. «¡Al cielo!», ordena mientras da otro golpe. La estructura se alza, y las mujeres emprenden la marcha. Avanzan por chicotás, recorridos que raramente exceden los cinco minutos. Media hora después, la fatiga aparece en los rostros, y las botellas de agua pasan de mano en mano, aunque, extrañamente, el cansancio no les impide encender sus cigarrillos. 

El ensayo continúa. «Vamos a callar la boquita ahí debajo. ¡A escuchar y callar!», ordena el segundo capataz. «¿La trasera está?», pregunta agachándose. La respuesta viene del fondo: «¡La trasera está!» El paso se pone en marcha mientras en el lector de CD suena una banda de música. Rafael Martín, de 45 años, desempleado, sostiene el aparato. Una camiseta blanca, con el rostro de la Virgen impreso, le modela la barriga. «Aparte de por estas cositas [las costaleras], vengo por mi Encarnación», dice, justificando su presencia en la caminata. Saluda a todos en tono de fiesta, y no puede contener las lágrimas cuando contempla la imagen de su Virgen.

En el grupo, destaca la figura de Verónica Relaño, de 24 años, una joven espigada que viste una camiseta negra con las palabras Full Contact y unos pantalones ajustados en los que se puede leer Kiss Me. Es ropa de estilo reggaeton, una música que escucha a menudo. Su abuela vivía en el barrio de El Cerro y Verónica la visitaba cuando, con 11 años, vio por primera vez la imagen de la Encarnación en procesión. «Me encandiló», relata, «pero por la tela que cubre el paso no supe que había mujeres debajo». Se juntó a las costaleras con 18 años, «por gratitud a Ella, que me consintió muchas de las cosas que le pedí», dice, aunque no va a misa: «¡La mayoría de los curas se aprovechan de la situación de los demás! En la Iglesia está todo podrido. Hay intereses económicos, políticos, y mucho más», se justifica. 

Mientras habla, el paso continúa deambulando por las callejuelas del barrio. «¡Paren ahí!», se escucha, y a la orden de Ángel cambian de dirección en un ángulo de 90 grados: «¡Poco a poco la izquierda al frente, poco a poco la derecha atrás!» Siempre hay espectadores: un grupo de niños entre dos coches aparcados, vecinas en los umbrales de las puertas, amigos, novios y familiares. «¡Todas por igual, valientes!», las animan. Las luces de la calle se van encendiendo con la caída de la noche. Han pasado más de tres horas de cigarrillos, de botellas de agua y de bromas inacabadas en cada parada. La cochera está todavía lejos. «¡A la salida cualquiera es costalera! ¡Eso no pesa nada! ¡Es casi una broma!», las espolea uno de los hombres. 

El Domingo de Ramos, las costaleras veneran dentro de la iglesia la imagen de la Virgen, sin preocuparse de ocultar las lágrimas. Luego, las puertas del templo se abren de par en par. Tras los pasos de los dos Cristos, la imagen de la Encarnación, seguida por el sonido de las cornetas, se asoma a la plaza llena de gente, entre salvas: «¡Guapa! ¡Eres linda!», la piropean. Todos saben que quienes sostienen esta Virgen son mujeres. Las costaleras son ya una tradición en la Semana Santa cordobesa, aunque, durante la procesión, nadie les vea la cara, ni nada en su andar firme diferencie su paso del de tantos otros que, llevados por hombres, marchan por España.