Ángel Merino
una sonrisa de montaña nada mecánica
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La filosofía resiliente de un mecánico de la sierra de Madrid
que anduvo por Europa montando Pasajes del Terror
«Un negocio que medio inventé»
“Soy muy risueño, siempre estoy riéndome” y “no me salgo de presupuesto”. Además “explico todo y busco alternativas” para que la reparación salga más a cuenta. Estas son las características que Ángel Merino destaca, según su punto de vista, como las que mejor le definen en su labor como mecánico de coches. Estamos en invierno y el sol ya se ha puesto en la pequeña localidad ganadera de El Boalo, al pie de la montaña, en la sierra de Madrid. El frío se hace más presente y falta menos de una hora para que termine la jornada. Es un atardecer inusual. Ángel resume su vida, debajo de un vehículo suspenso en el aire con el ascensor de coches, mientras un periodista le graba con una cámara. Antes, este último, le había estado filmando mientras cambiaba el alternador de coche suspendido.
Ángel alquiló esta pequeña nave en la que solo entra un coche y donde trabaja a diario en el año 2013. En los dos años anteriores se había dedicado a un “negocio que medio me inventé”, dice: mantenimiento de coches a domicilio. Con las manos tintadas de grasa del aceite del castigado coche cuyo alternador ya está cambiado, recuerda que “la gente agradecía mucho” ese servicio a domicilio. Pero también que “no quería pagar más que llevando el coche al taller”. A fin de cuentas, podía consumir un día entero de trabajo para hacer dos cambios de aceite y “el beneficio era mínimo”, explica con una expresión que refleja la frustración que sentía en ese momento. Así que cuando se enteró de que esta pequeña nave estaba en alquiler se lanzó. “Me metí aquí y ya llevo 8 años, aunque parece que fue ayer”, menciona como sorprendiéndose a sí mismo por el rápido paso del tiempo.
De la mecánica a la atracción del terror, y regreso a los orígenes
Estudió automoción y en ese oficio anduvo durante sus primeros años laborales, hasta que se quedó sin trabajo. Entonces, junto con un amigo, decidió publicar un anuncio en el “antiguo Segunda Mano”. El mensaje decía algo por el estilo: “¡chicos de 20 años se ofrecen para trabajar en cualquier cosa!”, recuerda mientras suelta una de sus características carcajadas. Ese anuncio le abrió la oportunidad de trabajar como montador del Pasaje del Terror del Parque de Atracciones de Madrid. Durante varios años, en invierno, trabajaba allí los fines de semana; durante la semana, en un taller mecánico.
Con este nuevo oficio viajó por Europa, montando Pasajes del Terror en ciudades como Lisboa o Londres, e incluso cruzó el charco hasta México. Acabaron invitándole para el puesto de director de esta atracción en el Parque de Atracciones de Madrid. Asumió el cargo durante más de una década, hasta que un ERE le quitó el trabajo, a él y a “todos los que teníamos un buen sueldo”, remata.
Antes de regresar a España, y de volver de nuevo a la mecánica, estuvo un año en Italia “en otro Pasaje del Terror” pero, cuando le invitaron a mudarse a Bélgica, ya se le habían gastado las ganas de vivir lejos de sus orígenes y volvió. Entonces se preguntó “¿y ahora qué?”.
Acabó decidiendo regresar a su primer oficio, la mecánica. Se puso al día “porque los coches habían cambiado mucho con el tema de la electrónica”. Luego buscó empleo en varios talleres, “pero era trabajo esclavo”. Muchas horas por muy poco dinero, por lo que decidió lanzarse a emprender su propio negocio.
Filosofía del cotidiano en un taller mecánico
Hoy en día dice que está contento y que no se arrepiente. Pero destaca que “este trabajo es muy estresante, porque la gente quiere el coche para ya”. Y es que no siempre las cosas “salen como tienen que salir”, explica. A veces “hay problemas” que pueden ir de un percance logístico, por “un recambio que viene mal”, hasta un tornillo en mal estado “que no hay quien lo saque”. Así que, ahora, su “filosofía” se basa en su agenda. Las reparaciones se hacen por orden de reserva, lo que implica que, a veces, el cliente tenga que esperar una o dos semanas, dependiendo de las épocas, hasta que Ángel tenga hueco para que entre en el escueto taller.
Según va precisando, es un trabajo estresante porque en una pequeña nave como la suya, en la que solo entra un coche, hasta que el que tiene entre manos funcione no puede entrar otro. Y eso, a veces, genera un desajuste en la agenda que repercute en los clientes que ya se habían organizado para prescindir de su vehículo en ese día.
“Si es una cosa pequeña se lo hago”, subraya. “Subo este [coche] hasta el techo” con el elevador de coches “y pongo el otro debajo”. Y eso “aunque tenga que estar arrastrándome por el suelo y demás”. Se centra en el siguiente coche y “abandono este que es el que está dando el problema y que se ha salido de tiempo”.
La presión que padece al no poder dar la respuesta en el día previsto es mayor porque es muy consciente que “al vivir en un pueblo de estos, en el que el transporte público es lo peor, la gente sin coche está vendida”.
Aprendiendo de la adversidad
Otro imprevisto que ocurre en ocasiones es que se echa “una cantidad de horas que no cobras”. Y no las cobra “porque no las puedes cobrar”, explica. Por ejemplo, a veces, puede tardar un día entero para identificar una avería. Y, “¿cómo le vas a cobrar 8 horas?”, lanza la pregunta mientras se encoge de hombros. Su forma de abordar este tipo de imprevistos es enfocándose en el lado positivo. Se lo toma como aprendizaje y se dice a sí mismo: “pues mira, he hecho un curso de esta avería en este tipo de coche”. Es cierto que “luego te va a llegar un coche igual con el mismo problema, y vas a ir directo. Porque esas [averías] no se te olvidan además, se te graban a fuego”, comenta con una sonrisa en la cara. “Yo me lo tomo como aprendizaje”, que es su forma de torear las dificultades que se presentan sin aviso, en este oficio de mecánico de coches en la montaña.
Texto y fotografías: Bruno Rascão